Recuerdo aquel tiempo en el que lo tuvimos todo, esas tardes que compartimos solas, juntas, con tantas fantasías, sueños e ideales por cumplir. Recuerdo que me pediste que creyera en la magia del mundo, que cerrara los ojos y escuchara cada sonido, disfrutara de cada aroma y dejara recorrer por mi cuerpo cada sensación porque todo ello era un regalo por el que debía estar agradecida. Recuerdo que admiraba la manera en la que amabas y veías el mundo, la emoción de tus palabras al hablar de él y el pálpito de tu corazón cuando me acostaba en tu regazo a contemplar las estrellas.
Sin embargo, somewhere along the way, perdiste esa ilusión, esa adoración y yo te perdí a ti. No pude evitar que la distancia y el tiempo nos separaran cada vez más. Me hice pequeñita, cobarde y dejé que a partir de entonces el miedo me controlara.
Miedo a lo desconocido, a la soledad, al fracaso, a la incomprensión, a decepcionar a los que me querían, a perderlo todo, a perderme a mí y a la persona en la que deseaba convertirme.
Desapareciste y me dejaste sola, abatida, triste, melancólica...
No sabía cómo debía afrontar mis acciones desde aquel momento y no estaba segura de querer saberlo.
Me quedé atrás, chiquitita, escondida, pero el resto del mundo continuaba adelante y el tiempo no daba tregua, no esperaba por mí. Me perdí entre la multitud y me dejé arrastrar. Me cansé de luchar a contracorriente; después de todo ¿qué sentido tenía que siguiera luchando? ¿Iba a cambiar eso el hecho de que ya no volvería a ver el mundo de la manera en la que tú me enseñaste? ¿Iba a poder yo recuperar esa antigua ilusión y adoración por la vida? ¿Iba a paliar eso la tristeza? ¿Podría volver a curar mis heridas con tan solo la sonrisa de alguien cercano, de un amigo o familiar? ¿Tenía algún sentido el amor si ni siquiera era capaz de amarme a mí misma?
Quizás me di por vencida muy deprisa pero no estaba preparada para todo lo que se me vino encima.